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«Una estructura organizativa pobre hace el buen trabajo imposible, no importa lo buenas que sean las personas». Peter Drucker

Existe un programa en la televisión que se llama “El jefe infiltrado”. Si no lo has visto, se trata de un jefe, un alto ejecutivo de una empresa, que se infiltra en su organización como otra persona, sin ser reconocido, y trabaja codo con codo con empleados de la empresa. Al final, los empleados con los que ha estado trabajando son confrontados uno a uno acerca de los severos incumplimientos de las políticas de la empresa que el infiltrado jefe descubre de manera flagrante.

Aunque todos los empleados y empleadas espiados son buenas personas en esencia, todos somos buenas personas en esencia, los errores que normalmente encuentra el jefe son descomunales por decir lo menos.

Políticas de seguridad e higiene no cumplidas, normas de trabajo sistemáticamente violadas, clientes que no reciben el servicio ofrecido, mala formación, mala gestión de los recursos de la empresa, y muchas más deficiencias que, en ningún caso, son aceptables.

Pero no se trata simplemente de algún cliente descontento o alguna norma no cumplida. Lo increíble del programa es la notoria incapacidad de los ejecutivos infiltrados en entender que todas estas deficiencias se ven reflejadas en pérdidas económicas.

En el programa, después de realizadas las penosas confrontaciones y de que el jefe haga comentarios tales como “esto no se puede permitir ni un día más”, todos los empleados ineptos son felicitados por su “entrega” al trabajo, por sus largos años dedicados a la empresa y por sus valores humanos, razones todas ellas que justifican un premio en metálico, en especie o ambos. Se dan un abrazo entre lágrimas, casi siempre, y hasta luego Lucas, como decía el famosísimo Chiquito de la Calzada.

Es verdad que la mayoría de los altos ejecutivos en cualquier organización no comparten el suficiente tiempo con el personal de base de las empresas que gestionan. Cuando realizo un diagnóstico en cualquier empresa, lo primero que le pido a la máxima autoridad ejecutiva de esta es que me enseñen las instalaciones él o ella personalmente . Es emocionante encontrar las abundantes caras de sorpresa en los empleados cuando ven, algunos por primera vez en su vida, al jefe mayor.

Estos grandes ejecutivos tienen tantas cosas tan importantes saturando sus agendas que terminan confundiendo lo importante con lo imprescindible. Los valores de una empresa, como los de unos padres hacia sus hijos, no se transmiten en un curso de formación, se transmiten a través del contacto directo, del ejemplo y del tiempo que se comparte. Convivir con los empleados de la empresa no es solamente importante, es imprescindible.

Iacoca

El salvador de Chrysler

Lee Iacoca, se hizo famoso en la década de los 80 por ser el artífice del rescate del gigante americano automotriz Chrysler, en ese entonces, técnicamente quebrado. Habiendo sido un alto ejecutivo de Ford, un desacuerdo con su jefe, Henry Ford III, le motivó a aceptar la oferta de dirigir a su, en ese entonces, gran competidor, la Chrysler.

El mismo Iacoca contaba en su relato escrito del gran rescate que los mejores momentos de esta aventura fueron aquellos en los que recorrió el país para explicarle a los sacrificados trabajadores que, pese a su esfuerzo de años, muchos de ellos tendrían que ser despedidos por la supervivencia de la empresa. Todo este tiempo invertido con ellos, comenta, es el que mejores resultados le dio, mucho más al menos que las reingenierías financieras que, evidentemente, tuvieron también que hacerse.

Este esfuerzo y sacrificio tuvo su recompensa cuando, dos años después, Chrysler dejaba de ser una empresa quebrada para convertirse en el emporio automovilístico que es hoy en día. Una anécdota curiosa que relata Iacoca fue cuando fue a una sucursal bancaria a liquidar el 100% de la deuda con el banco en cuestión. Tardaron varias horas en realizar la operación porque en los procedimientos del banco no se encontraba la posibilidad de que alguien liquidase la totalidad de una deuda.

Ahora bien, en Chrysler, en las empresas que salen en el programa del jefe infiltrado, en Iberdrola, en Ford y en cualquier otra, existen empleados que, sin ser malas personas, con el tiempo dejan de hacer lo que se supone que deben de hacer. ¿Por qué pasa esto? Pues en primer lugar porque somos humanos y así somos los humanos, una red inextricable de emociones y extrañas razones por las cuales hacemos o no las cosas.

Y para compensar nuestra humanidad, afortunadamente indomable, las empresas de clase mundial utilizan ciertos recursos como los siguientes:

Los sistemas de gestión de cada proceso tienen indicadores con la frecuencia adecuada para saber y detectar que las cosas, los procedimientos de trabajo, las políticas y demás parafernalia organizacional son respetadas sistemáticamente y, si no lo son, se toman acciones correctivas inmediatas. Si solo tienen números finales, estos pueden no ser suficientes para controlar los procesos de trabajo.

Las empresas excelentes en su ejecución invierten dinero en supervisión. Existen personas que no realizan el trabajo, sino que facilitan que los empleados expertos en el proceso lo realicen todas y cada una de las veces de acuerdo con las prácticas establecidas como las correctas, siempre con el cliente final en la mente.

Estos “supervisores” no son ni cercanamente parecidos a capataces o vigilantes. Son los líderes modernos y utilizan inteligencia emocional y técnicas modernas de relaciones humanas en vez de látigos. Están entrenados para esta labor, con herramientas avanzadas de gestión y solución de problemas y, si hacen bien su trabajo, representan un coste muy inferior al de no cumplir con los estándares de proceso establecidos. No son, como en la mayoría de los casos, buenos empleados promovidos a supervisores o jefes. Cuando esto último sucede, y el nuevo supervisor no está debidamente entrenado, lo que termina ocurriendo es que se pierde un buen empleado y se obtiene un pésimo jefe. Los buenos empleados necesitan y merecen ser promovidos, pero sin un buen desarrollo previo, se les condena al fracaso más rotundo y a una confirmación innecesaria del principio de Peter.

En muchas empresas al revisar la estructura organizativa es factible encontrar puestos de jefatura directa o supervisión, pero son ocupados en muchos casos por personas que no realizan la labor de supervisión si no es que nadie de los que están bajo su supuesto mando les llama y lo solicita.

En una empresa en la que trabajé mientras realizaba la investigación que usé para desarrollar el Proceso de la Venta Inteligente, una empresa, por cierto, de enorme importancia en España por su tamaño y poder económico, llegaban a tener en su estructura organizativa un esperpento y sinsentido de tal magnitud que equivalía a un seísmo de 9 grados de magnitud en la escala Richter en lo que a principios organizacionales se refiere.

Los jefes de grupo de los vendedores eran vendedores también, por lo que en un claro conflicto de intereses se adjudicaban a sí mismos los mejores prospectos de clientes, jamás tenían tiempo para dedicarle a sus subordinados y, cuando hacían alguna formación, se dedicaban fundamentalmente a contar sus extraordinarias conversiones de prospectos a clientes en increíbles manifestaciones de agudeza personal y dotes de genialidad.

La mayoría de los vendedores salían de estas reuniones de monólogos incansables convencidos de que la vida había sido injusta con ellos al no contar con las extraordinarias aptitudes de tan soberbios jefes. No es de extrañar que todas las personas que conocí en los seis meses que estuve trabajando con ellos ya no están en la empresa. Y no te hablo de dos o tres personas, te hablo de decenas. Te puedo asegurar, muchos de ellos son todavía buenos amigos, que nunca entendieron cómo se vende lo que se supone que debían de vender.

La instrucción más precisa que llegué a escuchar fue un “tienes que creer en lo que vendes”. ¿Qué? ¿Creer en lo que vendes? ¿Qué es eso? ¿Cómo se cree en lo que uno vende? Y lo que es más importante, ¿cómo se sigue esa instrucción? ¿Qué rayos quiere decir “creer en lo que vendes”?

En las empresas de clase mundial se considera que un jefe o supervisor tiene éxito cuando lo tienen sus colaboradores directos, aquellos a quienes lidera. Y no es solo una medida de éxito organizacional, también lo es, más importantemente todavía, en el plano personal. No hay nada comparable a la experiencia de saber que las personas que han estado contigo trabajando o lideradas por ti, han experimentado un crecimiento personal que ha beneficiado sus vidas.

Y si un supervisor o jefe te ha llevado a ser mejor, a cumplir con los estándares de trabajo con eficacia, a desempeñarte con excelencia, a permitir que la empresa para la que trabajas crezca y genere nuevos empleos, entonces cualquier dinero que ese jefe haya costado valió la pena porque el beneficio para la empresa es obvio.

Pero si eres un jefe infiltrado y sabes que alguno de tus subordinados no cumple con lo que se pide, que sepas que no es su culpa, pero que lo que te está diciendo no es que necesita un premio económico y un abrazo sino más y mejor supervisión.